LA SIERRA DE MORAL LLORA

He visto llorar la Sierra; no son las nieves caídas, ni las heladas, ni siquiera el rayo o el incendio la causa de su tristeza.
He visto llorar la Sierra, porque ha perdido la pureza de su campo, la plácida y tranquila trashumancia, el encanto bucólico de su ganado en busca de mejores prados.
He visto llorar la Sierra, porque han surcado sus tierras hasta lo más íntimo de su silencio, la mano destructora del hombre, que quiere dominar el mundo, sin darse cuenta que la sabia naturaleza, le ha de devolver con creces la sinrazón de sus tropelías.
He visto llorar la Sierra, porque han herido hondamente la belleza de su orografía, sus plantas autóctonas, su fauna y cuantas riquezas naturales daban vida a su existencia.
La Sierra de Moral por donde cuenta la historia que el de la Triste figura deshizo más de un entuerto, donde el jumento de Sancho pudo pastar por sus senderos. Ahora mi amo sí ha de luchar con grandes Gigantes que están a punto de emerger de lo alto de la Sierra, contra los que ni el poder de su brazo, ni el encanto de su señora Dulcinea han de poder remediar.
Del eco de la Sierra he traído aquí aquel cantar que decía:

En los campos de la mancha Hay una Sierra con nombre Virgen de origen sin tacha Del Moral Madre y del orbe.

Y en el eco hemos dejado:

Hoy la Tierra se levanta Pidiendo clemencia al cielo Al ver como se maltrata Sus entrañas y su suelo

Y aquí paz y después gloria.


Gregorio Torres Matas



EXPERIENCIA EN CALDERÓN

...Lo de saber nadar en nuestro terruño de sequío es cosa tan inútil,
pongamos por caso, como la destreza para el buceo de un vecino del mar
Muerto.
Al hilo de esta puntada se recuerda, y yo estaba presente, la ocurrencia de
un forastero "espabilao" que apareció en Calderón con gafas de bucear, tubo
respiratorio y aletas de plástico en los pies; tal despliegue de medios, en
aquellas tierras y en los años sesenta, levantó un murmullo de admiración
entre la tropa joven y de desconfianza, sobre las intenciones de aquel raro
personaje, entre los mayores. La curiosidad era general cuando, un poco
temblón, aquél individuo se metió en el agua hasta casi donde cubría.
Zambulló la cabeza bajo el agua asomando un poquito el tubo de color verde
"fluorescente", y comenzó a hacer una serie aspavientos que, si no
elegantes, se suponían necesarios para la tarea del buceo (asunto por otra
parte estúpido por ser el agua turbia a más no poder, que lo mismo daría si
metiera la testa en un gran tazón de Cola-Cao). Ora se veía una aleta entre
rebullicios de espuma marrón, ahora un brazo; en ocasiones lo único
avistable eran las membranas de los pies al aire, como si la verdadera
intención del sujeto fuera la de hurgar con el hocico el áspero limo del
fondo.
Cuando tras un rato de sosegados los remolinos, sin avistar siquiera la
cañería fosforescente, alguien dijo: "pues no semeja que el rano ese..., se
está ahogando". Nadie parecía creerlo, se negaba con la cabeza lo que las
miradas nerviosas sospechaban hacía rato.
Al fin, Manolón "el Cagachozos" (por mote familiar), haciendo uso de su
corpachón y superior alzada, se introdujo en el caldo chocolatero. Cuando el
agua le llegaba a las tetillas y creyó poder pescar, sumergió el brazo y
sonrió con la satisfacción del que encuentra lo que busca.
- ¡Lo tengo! ¡Ya lo saco! -dijo Manolico dirigiéndose a la orilla y poniendo
cara de esfuerzo al remolcar, por debajo del agua, un peso casi muerto.
- ¡Pero sácale la cabeza por encima del agua! -le gritaban algunos que
entendían que eso podría aliviar los agobios del submarinista.
El Cagachozos pareció entender lo lógico de la consigna pues, arrugando el
brazo, tiraba del paquete hacia arriba con tanto brío, que cuando apareció
la mano arrastrera solo tenía en presa el trozo de goma sujetador de las
gafas. El salvador se quedó mirando el trofeo con la sorpresa del que no
entiende que el tal artilugio pudiera ser parte separadora del buceador.
- ¡A la derecha se ven rebullicios! -le gritaba uno del público.
Manolo, después de calibrar la orden, giró en el sentido de la mano con la
que acostumbraba a coger el cayado (siempre le habían dicho que su derecha
era con la que manejaba la garrota) dándole la espalda al remolino; pues no
era de su entendimiento que la diestra del gentío fuera contraria a la suya.
- ¡Detrás de ti! ¡A tu espalda! -le gritábamos ya todos, mirando con
desconsideración al que había dado, antes, tan confusa señal.
Manolejo ya no buscaba con el mimo del principio, ahora lo hacía dando
grandes patadas al acaso. En una de ellas, la que alcanzó bulto, fue lanzada
con tal fuerza, que no hubiera extrañado que el sumergido hubiera preferido
ahogarse en paz.
Esta vez, el del pueblo quiso asegurar bien la presa pues, chapuzando los
dos brazos y poniendo cara de levantar un ceporro de oliva, lo izó con la
mano izquierda al cuello y la otra en las partes criaderas del buzo. Lo
elevó sobre su cabeza y se lo puso al hombro como estaba acostumbrado a
hacer (los Cagachozos son, de antigüo, familia pastoril) con sus borregas.

Una vez sobre la orilla, el color amoratado y las "bocanás" del forastero
parecían indicar más las molestias de la mano derecha del rescatador, que
las del agua embuchada.
Se comprendía bien que algo había que hacer, pero nadie sabía para donde
tirar; hasta que uno de los que nunca perdían la ocasión para referir en
público de que él tenía "aparato televisor" dijo que, había visto cómo, para
aliviar a alguien en ese trance se debían chuflar perdigones de aire
poniendo una boca cariñosa apareada a la del tragón.
En esta sentencia, los hombres fueron abriendo corro proponiendo, ahora sí,
numerosas iniciativas: buscar a los municipales, al veterinario que siempre
está por aquí, buscar una bici con bomba de inflar, ponerle en la boca la
válvula del neumático-flotador del camión del Barraco, y así.
Las mujeres del cerco, más curiosonas, no echaban el paso atrás por pura
bacinería; pero el colectivo pensaba que tal añagaza salvadora no podía ser
nunca pertinente para una mujer: las casadas y novieras porque no sería de
recibo tal encornudamiento, y las sin pareja ni yunta porque cualquiera
aguanta el sambenito y vituperio del muerde anticipado.

Después de algunas toses y arcadas se fue reponiendo el perjudicado. El
ambiente se hizo menos tenso y áspero. Manolo, al ver a su Moisés fuera de
peligro y en barruntando que la hazaña de la gomilla de las gafas se mudara
en general risión, quiso darle gravedad al asunto:
- ¡Pos no se quería "suecidar" el renacuajo este! Mira que ponerse esas
gafas tan grandes que le tapan la nariz al "ojeto" de no poder respirar...
¡la leche que le dieron! y encima, se pone el canalillo ese para que, cuando
agache, el agua le vaya derechica a la boca.
- ¡Sitepatiquéee...! -le apoya la Cagachozos consorte-. Si es que además se
pone las chancletas como los sapos para no poder luego salir arrepentío.
Pues hay que tener poca vergüenza... venir a hacer borriquerías aquí; con la
de muchachillos que hay. ¡Se podía haber tirado de morra en una tinaja como
hizo el Eligüas, que luego no pudo darse la vuelta y ahí se quedó!

Cuando llegaron los Municipales, el muchacho: "Ca, no señores... que él, de
querer morirse, ná de ná". Que él era de Tomelloso, y que estaba en el Moral
porque tenía un medio tonteo con una moza del pueblo. En cuanto a la
simpleza de lo del buceo, se justificó diciendo que se lo había visto hacer
a unos de Madrid en las Lagunas de Ruidera, a los que les compró el atavío
por sesenta duros y una ronda; y que si alguien lo quería, que se lo
regalaba, eso sí, sin que luego le pidieran a él exigencias de lo que
pudiera pasar.

* * *
Al atardecer en la laguna, en la merienda, los padres siempre nos recordaban
su juventud de posguerra cuando venían a coger ranas para comerse las ancas;
y que no había entonces tantas tonterías como ahora: "...que si la mortadela
con aceitunas no nos gusta, que si el chocolate Pérez es como tierra, que si
es mejor el Elgorriaga". ¡Ya lo hubiéramos pillado nosotros en aquellos
tiempos de algarrobas! ... y cosas de esas.
De vuelta al pueblo, todos en el carro, cantábamos aquello de "...doce
cascabeles tiene mi caballo...", y eso parecía azuzar al animal que se lo
creía; y nos daba el fresquito del ocaso en nuestros pelos todavía mojados.


Aurelio Hervás Cañadas.
Marbella, 26 de Agosto de 2006

 

        
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